LOS LOROS SABIOS
Había una vez un hombre al que le gustaban los loros.
Un día decidió que quería criar los loros más sabios del mundo, así que compró
dos huevos y los puso a empollar en un lugar calentito hasta que rompieron el
cascarón. Después, mientras crecían, les fue enseñando todo lo que sabía. Les
enseñó ciencias e historia y tocó música para ellos. Los loros fueron
aprendiendo cosas cada vez más complejas y cuando llegaron a adultos sabían
muchísimas cosas. Podían entonar las sinfonías de Beethoven a la perfección. Sabían
de memoria las leyes de física de Newton y conocían todo tipo de fórmulas.
Pero un día el hombre falleció, dejando a los loros
solos en la casa.
Cuando sus familiares vinieron a poner en orden sus
pertenencias, los encontraron. Y como ninguno quería hacerse cargo de ellos,
pusieron la jaula frente a una ventana y la dejaron abierta.
Los loros saltaron a la rama de un árbol cercano. De
allí treparon hasta otra más alta, donde había un loro silvestre y entablaron
conversación con él.
Nosotros hemos estudiado muchas cosas —dijeron—.
Tenemos conocimientos de ciencias, música y literatura.
Viendo que lo habían impresionado, siguieron alardeando
de su talento, recitando poemas y fórmulas. El otro los miraba cada vez más
asombrado por todo lo que sabían, comparado con lo poco que sabía él.
Pero mientras los loros estudiosos entonaban una
sinfonía, vio por el rabillo del ojo que al pie del árbol había un gato que los
había descubierto y ya estaba empezando a trepar por el tronco.
Entonces les preguntó:
¿Sabes volar?
Por supuesto que sabemos —respondieron—. La presión
del aire bajo el ala es mayor que la del aire sobre ella y eso nos permite
volar.
No, no. No me refiero a la teoría. Lo que estoy
preguntando es si saben volar de verdad.
No. Pero con todo lo que sabemos, ignorar esa pequeñez
seguramente no tiene ninguna importancia.
El otro loro extendió sus alas y mientras echaba a
volar se despidió diciendo:
Han estudiado mucho, pero la única cosa verdaderamente
indispensable no la saben. Buena suerte.
¿Te acuerdas de cuando estabas aprendiendo a montar en
bicicleta?
«Pedalea, pedalea, pedalea; mira hacia adelante y mantén
el equilibrio». Seguramente la persona que te enseñaba te dio ese consejo. Pero,
aunque lograras recordarlo, siempre acababas en el suelo, una y otra vez te
volvías a caer. Hasta que un día, de pronto lo lograste. Encontraste tu
equilibrio. Y una vez que sientes eso, ya sabes andar en bicicleta, con o sin
la fórmula.
El cuento de los loros y el ejemplo de la bicicleta
nos muestran la diferencia que hay entre la información académica y el
conocimiento práctico.
Libro.- “Cuando el Desierto Florec”
Autor.- Prem Rawat
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